Se dejó llevar suavemente por el viento, se sentía libre. Se elevó hacia el sol como queriendo tocarlo, quiso alcanzar una nube y con una voltereta giró hacia la tierra. Una margarita sonrió al verla acercarse. Se posó suavemente sobre la flor y acarició sus pétalos. Se hubiera quedado allí, pero presintió que ese no era su destino y se dejó llevar por el viento otra vez.
Voló alto, cruzó el río y pasando sobre las copas de los árboles llegó al parque. Miró los niños jugar y quiso compartir su alegría. Se posó sobre el césped y los miró. Una niña, rubia como el trigo maduro, la tomó en sus manos. Corrió hasta una mesa cercana y mostrando la manita donde reposaba, se sentó en el regazo de la mamá. Luego de unos instantes la dejó sobre la mesa. Esperó un buen rato a que la niña volviera y la invitara a jugar. Cansada y aburrida se dejó llevar nuevamente por la brisa fresca de la tarde.
Se posó sobre la rama de un abeto, esquivó una telaraña que quiso atraparla, se enredó en el cabello de una jovencita enamorada… y nuevamente se preguntó cuál sería su misión. Cómo se daría cuenta cuando llegara el momento de finalizar su viaje?
El sol comenzaba a ocultarse y tuvo miedo de la noche que se acercaba. Se sintió sola, se sintió inútil, no había ninguna misión para cumplir… se sintió decepcionada.
De pronto una leve presión y algo la elevó por el aire, no era el viento. Pasó entre las ramas de un frondoso árbol y la acomodaron entre ramitas, hojas y… muchas como ella. No entendió para qué, pero al menos no estaba sola.
A la mañana siguiente la despertó un sonido que le trajo muchos recuerdos. Dos pichoncitos de alondra aleteaban inquietos llamando a su mamá.
Sonrió. Había vuelto al nido para darle calor y cobijo a las pequeñas avecitas. Y se sintió feliz.
Ese era su destino, esa era su misión.